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"Mi tesis sostiene que no es posible alcanzar un estado social basado en la noción de equidad y simultáneamente aumentar la energía mecánica disponible, a no ser bajo la condición de que el consumo de energía por cabeza se mantenga dentro de límites. En otras palabras: sin electrificación no puede haber socialismo, pero inevitablemente esta electrificación se transforma en justificación para la demagogia cuando los vatios per capita exceden cierta cifra. El socialismo exige para la realización de sus ideales un cierto nivel en el uso de la energía: no puede venir a pie, ni puede venir en coche, sino solamente a velocidad de bicicleta" Iván Illich

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La primera colaboración recibida desde el imaginario Parnaso mexicano, proviene del "Príncipe de los poetas" don Enrique González Martínez (1871-1952), uno de los fundadores, en 1943, de El Colegio Nacional, institución cimera de las artes, ciencias y humanidades en México.


Canto a la Tierra

(fragmento)

El sol su clara lumbre
vierte sobre las selvas maternales
y deshiela en la cumbre
los irisados prismas de cristales
que apagarán la sed de los trigales.

El sol desde los montes azules y lejanos
presta luz a la frente y vigor a las manos
¡Abrid el zurco hermanos!
¡El campo perdura, el campo renace, el campo renueva
el germen y el fruto
que el hombre le arranca y el hambre se lleva,
y da en cada herida
sangre de sus venas y pan de la vida!

Cantemos a la tierra mientras la tierra canta
en fuentes, brisas y aves con su cántico eterno.

Hay un viento sagrado que anuncia ya la aurora del esperado día
¡Más temprano o más tarde ha de sonar la hora!
¡La tierra será nuestra y no tuya ni mía!

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Murray Bookchin falleció el 30 de julio de 2006, quien fuera un pensador y luchador libertario nos deja su visión anticipatorio de una conciencia ecológica enmarcada en una práctica política revolucionaria. Nuestro colaborador Braulio Hornedo Farriol nos envía su traducción del ensayo de Andy Price publicado el 18 de agosto de 2006 por AK Press.


Ecología y libertad. Murray Bookchin (1921-2006).
Andy Price
"Quizás el hecho real más importante que los radicales de nuestra era no han afrontado adecuadamente —escribió Murray Bookchin en 1991— es el hecho de que hoy en día el capitalismo se ha vuelto una sociedad, no sólo una economía." En esta frase se encapsula la esencia de lo que llevó a este erudito autodidacta, quien falleció el 30 de julio de 2006 a los 85 años, a una prolífica producción de escritos e investigaciones a lo largo de los últimos 50 años. Esa esencia era el compromiso con la creencia de que el análisis de las crisis y transformaciones sociales —y la acción revolucionaria que éstas requieren— deberían tener un enfoque mucho más amplio que el estrictamente económico.

Naturalmente un compromiso con tal enfoque llevaría inevitablemente a Bookchin a un conflicto directo con el decano en las interpretaciones económicas de la transformación social: Karl Marx. Un enfoque que estaba basado en una "revolución social más general", como alguna vez la describió, con algo que se extendía más allá de la tradicional lucha de clases —en la que él participó entre en las décadas de 1930 y 1960—, más allá de las preocupaciones estrictamente económicas del control de los trabajadores, y que llevaría a Bookchin no sólo a un profundo conflicto intelectual y filosófico con los textos de Marx, sino también a un conflicto aún más directo con los seguidores de Marx. Y este enfrentamiento no siempre sería educado. En su tristemente célebre ensayo de 1969, ¡Escucha, marxista!, Bookchin comienza así: "Toda la vieja morralla de los años treinta está de regreso: la mierda sobre la 'línea de clase', el 'papel de la clase trabajadora', los 'cuadros formados', el 'partido de vanguardia' y la 'dictadura proletaria'. Todo aquello ha vuelto una vez más, pero de una forma más vulgarizada que nunca."

Veterano en la política de la lucha de clases en Nueva York durante los años treinta, profundo estudioso de las lecciones aprendidas en la Guerra Civil Española —otra víctima del partido comunista en el pacto Hitler-Stalin—, Bookchin se rebeló a la imposición de las más viejas interpretaciones del marxismo en una década tan fluida como los años sesenta; viejas interpretaciones cuyos fracasos morales habían sido revelados en la Unión Soviética sólo una década antes. Pero aun más que esto, Bookchin no sólo intentaba defender al marxismo comprometido y revolucionario de los errores de las viejas interpretaciones, intentaba defender al marxismo de sí mismo, de sus propios fallos intrínsecos. Para Bookchin los problemas que habían sitiado al movimiento revolucionario hasta el momento, se habían presentado, no por una errada interpretación de Marx, sino por una errada interpretación marxista de la historia.

Lo que Marx claramente veía como un fundamento plausible para explicar el cambio revolucionario —la predominante naturaleza económica de la vida bajo el capitalismo emergente, el crecimiento frenético y la transformación sin paralelo de este proceso— fue de hecho sólo un producto de su tiempo, un profundo proceso de cambio que emanaba de la transición de la sociedad feudal a la sociedad capitalista. Esto es, este terreno social no era el paradigma para basar los análisis en cómo los cambios sociales ocurren y podrían ocurrir. En todo caso eran los efectos específicos de un proceso de cambio emanando de la transición de la sociedad feudal a la capitalista. El tratar este modelo para explicar el movimiento del capitalismo al comunismo —de una sociedad de clases a una sociedad sin clases— fue el más fundamental error de Marx, y la causa matriz de la profunda degeneración en que devinieron los movimientos después de los 50 años que prosiguieron a la muerte de Marx. Por lo tanto era claro para Bookchin que un modelo alternativo de transformación social sería necesario.

Cuando Bookchin comenzó a escribir sobre los fallos del marxismo en 1969, aún no tenía claramente definido qué modelo explicativo podría ser éste. Naturalmente, como pensador maduro, él no se conocía a sí mismo. Lo que le resultaba claro es que sabía en qué aspectos el modelo analítico marxista abandonaba a los vastos movimientos de activismo social. Los nuevos movimientos sociales de los sesenta —particularmente el feminismo, el comunitarismo y los movimientos ecológicos— eran clara evidencia para Bookchin del terreno fundamentalmente diferente en el campo de la acción revolucionaria de sus días, en los que se expresaban fenómenos que Marx simplemente no podía prever. Pero tal como podía esperarse de un pensador tan dialéctico como Bookchin, hay un momento de emergencia en su trabajo, una camino claramente delineado que puede trazarse desde el desarrollo de su pensamiento, primero como un re-compromiso con los trabajos de Marx, emanando como resultante su propia filosofía en el proceso. Por tanto, los factores que él veía originalmente como meras diferencias entre su propio tiempo y el de Marx ahora se convertían en algo mayor —los factores sociales reales que siempre habían estado presentes en la historia pero que fueron completamente ignorados por Marx y el modelo analítico marxista.

Los nuevos movimientos sociales por tanto, vinieron a representar los verdaderos puntos de soporte de una revolución para Bookchin, pero no por las particulares tendencias o detalles de cada uno de ellos, sino por las arrebatadoras implicaciones en los aspectos que todos ellos compartían. Esto es, no eran las preocupaciones particulares de cada uno de estos movimientos —no una lucha contra los despilfarros ecológicos, la dominación de género o la burocracia—, sino los aspectos comunes a los que estos movimientos se oponían: la jerarquía y la dominación Crucialmente, los conceptos de jerarquía y dominación pueden tener poco que ver con la explotación económica. Bookchin empezó a observar que no importando que tan completa pudiera ser una revolución basada en el modelo analítico marxista, en ella existiría un gran rango de jerarquías —y dominación— que quedarían intocadas. Más específicamente, la meta marxista de la abolición del estado capitalista sólo terminaría con la jerarquía y dominación económica; por lo tanto sería requerida una más completa revolución social que pudiera identificar y disolver las jerarquías y la dominación donde quiera que éstas fueran halladas .
Ciertamente la obra de Bookchin no era completamente única: las reformulaciones de la teoría marxista ya tenían una profunda y rezagada necesidad después de sus fallos en la práctica, tan aparentes en los sesenta. De cualquier manera Bookchin fue único en la extensión de su crítica a Marx; ningún teórico de izquierda comprometido con abolir el capitalismo rechazó tan profundamente las premisas centrales de Marx (un instancia que nunca le permitiría obtener un lugar en la Escuela de Frankfurt). Como él señaló en 1969: "el marxismo ha cesado de ser aplicable a nuestro tiempo, y no porque sea demasiado revolucionario o visionario, sino porque no es suficientemente visionario y revolucionario." Más tarde Bookchin buscaría un crítica más profunda en un ensayo titulado El marxismo como sociología burguesa (1979), en donde él señalaba que los fallos más profundos de Marx emergían de su posición y compromiso al más burgués pensamiento decimonónico.

Para Bookchin, el "mito" de Marx acerca del proletariado como agente revolucionario, una vez que éste ha sido suficientemente inmerso en la lógica capitalista, es un ejemplo claro de las sensibilidades burguesas del autor. Aquí la dominación y la coordinación de masas en el sistema fabril bajo el capitalismo es aceptado por Marx como un positivo proceso para la formación de la conciencia de clase. Es decir, que es a través de este proceso que el camino al comunismo sería formado. Pero mientras tanto, el hecho de que las masas fueran coordinadas y hasta fusionadas a la lógica del capital —en cuyo proceso se introducía su propio servilismo— no sólo era pasado por alto, sino que era hasta bienvenido. El cómo estas masas coordinadas cambiarían de ser un adjunto organizado al capitalismo a un movimiento revolucionario nunca fue adecuadamente comprendido por la teóricos de la inmersión. Más aún, el concepto de la inmersión, previendo un futuro donde las masas estarían al punto de la revolución, implicaba que mientras las vicisitudes enfrentadas por la clase trabajadora bajo el capitalismo —la industrialización y el imperialismo— ocurrían como algo indeseado, éstas eran al mismo tiempo bienvenidas desde una perspectiva más amplia; estos acontecimientos serían difíciles y hasta crueles, pero eran vistos positivamente como el progreso labrado por el movimiento histórico de la sociedad hacia la revolución proletaria. En este aspecto Marx era un claro adeherente a la máxima de "progreso": la dominación que se había presentado era un producto infortunado pero necesario; claramente un aspecto que Marx compartió con los colonialistas del siglo XIX, quienes justificaban las atrocidades en nombre de llevar el "progreso" al resto del mundo (los escritos de Marx sobre los británicos en la India es un claro ejemplo de esto).

Además para Bookchin la sensibilidad burguesa de Marx proviene también de su mismo deseo, en armonía con el pensamiento burgués de su tiempo, de probar irrefutablemente la veracidad objetiva de sus recién descubiertas leyes sociales; muy a la par de la manera en que los científicos naturalistas victorianos avanzaban en el intelecto humanano con sus demandas a una apertura objetiva de la evidencia, así Marx se propuso hacerlo en el terreno de las ciencias sociales. Pero hay una desventaja fundamental en el cientificismo del modelo marxista, pues aquí el proletariado mismo, al igual que todo el proyecto revolucionario, se objetivizan durante el análisis —así todo el contenido ético y moral es eliminado o subordinado a un movimiento histórico más amplio. Por otra parte, desde este momento, cualquier desviación al programa de Marx ya podía etiquetarse como poco científica, como subjetiva, como el utopismo que emanaba del trabajo de un soñador —algo que Marx haría con gran determinación en sus discusiones con Fourier y otros—, pues sólo el "modelo científico" de Marx había destapado las fuerzas objetivas del cambio social. Una vez más, con este conjunto mental, el espacio para el desafío moral o ético basado en las realidades de la vida del proletariado en el capitalismo decimonónico era eliminado, o en el mejor de los casos reducido a una posición secundaria, detrás de la primacía de la marcha hacia el comunismo.

El rechazo de Bookchin al marxismo como programa filosófico y político lo separó de otros excomunistas durante los años 60, y lo colocó firmemente al lado de los anarquistas. Aquí Bookchin habría permanecido —con toda probabilidad, indistinguible de muchos otros críticos anarquistas— de no ser por el posterior desarrollo dialéctico que ocurrió mientras los años 60 daban paso a los 70. Este desarrollo se puede remontar claramente a las dos conclusiones principales que Bookchin había alcanzado hasta el momento. Primero, si la revolución estaba sobre la abolición algo mucho más amplio que las clases —la jerarquía y la dominación—, entonces la aparición de estas condiciones y la trayectoria hacia su superación tendrían que ser justificadas y explicadas; tal como Marx había contorneado el origen de las clases y el Estado, Bookchin tendría que explicar la aparición de las jerarquías y la dominación. En segundo lugar, como Bookchin había descontado al proletariado como agente del cambio revolucionario, ¿por qué podría ser ahora substituido? Es decir, si no era el proletariado, ¿cuál factor o agente sería el impulso primario hacia la revolución?
Estos dos aspectos —la necesidad de examinar la jerarquía y la necesidad de encontrar un remplazo para el proletariado como agente revolucionario— llevarían a Bookchin a la misma conclusión: La ecología. En primera instancia, la ecología formaría la base de la crítica bookchiniana a la jerarquía: en ninguna parte del mundo natural hay un sistema similar de jerarquías como los que afectan a la sociedad humana. Sistemas de rango entre animales, sí; actos individuales de agresión por los miembros más fuertes del grupo, sí; pero no los institucionalizados e inmutables sistemas de jerarquía y control que se desarrollan en el mundo social. En segunda instancia, la fragilidad de la ecología planetaria —del ecosistema mundial—, llevada casi a su extinción por el capitalismo, sería ahora el principal hilo conductor del cambio revolucionario. La humanidad no tenía ninguna opción de si deseaba derrocar al capitalismo o no —o de si esto se podría retrasar hasta una época futura en la que fuera más conducente el cambio—, sino que su misma supervivencia dependía de trascender el capitalismo. Bajo el modelo de Bookchin, los enterradores del capitalismo se presentarían no de la inmersión del proletariado, sino de la inmersión del planeta en su conjunto.

En la confluencia de estas dos conclusiones emergería la filosofía completa de Bookchin, que él llamaría ecología social. Y esta confluencia daría a su pensamiento y propuesta de acción una unidad completa: si el capitalismo hacía el mundo inhabitable, en gran parte debido a la existencia de jerarquías y de dominación no solamente económica, y si las jerarquías se podían demostrar como artificiales debido a que no eran encontradas en ningún otro lugar en el mundo natural, entonces su disolución se debería trabajar con una comprensión y adeherencia a los paradigmas no-jerárquicos de la ecología natural. Aquí el pensamiento de Bookchin cierra su círculo e infunde un profundo holismo en todos sus aspectos: la sociedad a la que se pretender llegar debe ser el fiel reflejo de la sociedad que se intenta construir ahora. Esto exige una reformulación de cada estructura social dentro de la sociedad actual, para reordenarlas en estructuras no jerárquicas. Crucial es, sin embargo, que esta reformulación venga de la sociedad humana —el único depósito de ética reflexivo— e implica la imposición activa de valores humanos sobre el mundo natural: un aspecto de la ecología social que enfrentaría a Bookchin con muchos de los eco-centristas del movimiento ecologista.

Es en este holismo sobrecogedor, en esta magnífica narrativa del planeta en su conjunto —de la sociedad humana en su más amplia ecología— es lo que señala a Bookchin como un pensador sobresaliente en los últimos 50 años. Esto es aún más notable a la luz del hecho que sobre el mismo período hemos visto un total rechazo al concepto de una gran narrativa histórica, tanto en el mundo académico y en el activista, en favor de un relativismo o un individualismo a menudo tan indefinibles como irrealizables. Y esta gran narrativa es tan magnífica como podría resultar cualquiera: una reforma completa de la condición humana para acordarlos con los procesos y crecimientos no-jerárquicos encontrados en el mundo natural. Bookchin estaba completamente enterado del alcance de su proyecto, de su naturaleza utópica. De hecho, él escribió una vez del "desconcertante carácter mesiánico" de su obra, de su esfuerzo por definir un proceso casi objetivo hacia una libertad utópica. Pero en armonía con su visión dialéctica, el Bookchin mesiánico abrió su teoría a la tensión dialéctica que él valoraba más: la tensión entre el lector y el escritor. Es otras palabras, su trabajo debería ser tomado y encendido por otros, redefinido y vuelto a trabajar.

Desafortunadamente en sus últimos años, debido a un número cada vez mayor de conflictos con activistas y círculos académicos, junto con ese estilo de escritura tan directo y omnipresente en Bookchin, muchos lo acusarían de olvidarse de su compromiso con esa —por él valoradísima— tensión dialéctica, de buscar no dejar ningún disidente en la polémica. Pero es justo esa visión excesivamente simplista la que niega los muchos matices y contradicciones que están presentes a través de la toda la obra bookchiniana. Más aún, falla en reconocer la importancia que cobra la contradicción en su pensamiento —utilizando el concepto en el más profundo sentido hegeliano. Para Bookchin la contradicción era enteramente alrededor de la lucha, tanto en pensamiento como en acción. Desde sus discusiones de la lucha por la vida en los ecosistemas naturales hasta la lucha por la vida de entre los más pobres del capitalismo, uno termina teniendo la idea de que no todo será agradable en la marcha hacia una sociedad mejor. Así también en el forjado de las ideas: la necesidad de cumplidos o de una excesiva cortesía en la discusión fueron para Bookchin una curiosidad en un mundo donde la cortesía y la civilización estaban ellas mismas en juego. Aún más, esa abrasividad encontrada tan a menudo en la escritura de Bookchin fue también un producto de sus raíces, educado como él fue, en las calles del Nueva York de los años 30. Nacido en 1921 de inmigrantes rusos, ellos mismos politizados radicalmente en el proceso mismo de huir de las agitaciones sociales de la Rusia revolucionaria, Bookchin afiló su discurso como activista del partido y orador público en un momento en que los temas de discusión —imperialismo, fascismo, y opresión— eran, en un sentido muy real, temáticas de vida o muerte. Por otra parte, el mismo ambiente del debate —las esquinas de los distritos más empobrecidos de la clase obrera neoyorquina—, "donde las muchedumbres", Bookchin nos dijo en 1997, "eran salvajemente hostiles", introdujo una mentalidad de lucha en el joven Bookchin, pues para ser tomado seriamente en estos debates eran necesidades absolutas, una franqueza directa y un estilo callejero de pelea. Este período de definición radical, respaldado más adelante por las experiencias fabriles, infundirían en Bookchin una urgencia para cortar las sutilezas en las discusión, para eliminar los tecnicismos —y ser resistente tanto en la argumentación como en la respuesta.

Posteriormente, mientras la mayor parte del mundo desarrollado se movía en diversas fases de la socialdemocracia, y las muy extendidas creencias de la inestabilidad del mundo debido a los peligros anteriores a la segunda guerra mundial eran ya vistos como cosa del pasado, Bookchin —desde 1962 en nuestro medio ambiente sintético— escribía sobre los costes ambientales del capitalismo y las crisis inminentes que éstos traerían. Por lo tanto, la urgencia no se había disipado para Bookchin, las crisis no habían parado, simplemente habían cambiado de terreno, del social al ambiental.
De esa urgencia para explicar la condición social en su totalidad, de esa urgencia para desafiar todo antes de él, resultan las grandes aportaciones que Bookchin nos ha dejado en su trabajo, aportaciones tanto sociales como ecológicas. Y la fusión de estas dos áreas dentro de Bookchin —uno de los primeros escritores en hacer esto— logran que su magnífico trabajo destaque en alcance y originalidad como el que hiciera Marx hace un siglo. En cuanto a su estilo, para todos aquellos de nosotros que investigamos en el campo del anarquismo y de la ecología, el mundo será un lugar más complicado para el conocimiento al no haber nuevos escritos provenientes de la brillante pluma de Murray Bookchin. Y a pesar de las polémicas que se encendieron alrededor de su último pensamiento, la característica que más extrañaremos de él, es su profunda y radical humanidad, la que brillaba en cada uno de sus trabajos —ese esfuerzo de entender el mundo y hacerlo un mejor lugar para vivir. A Bookchin le sobreviven su compañera de largo tiempo Janet Bielh, su ex-esposa y amiga Bea, un hijo y una hija.

 

(Traducción del inglés: Braulio Hornedo Farriol)

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